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martes, 8 de noviembre de 2011

Tomás Segovia El poeta español falleció en Máxico anoche a los 84 años

Muy pronto olvidabas que tuviera 60, 70 u 80 años. Fue un poeta raro y rebelde. Ni en México lo consideraban mexicano ni en España, español. Aquí y allá fueron injustos. Él odiaba la palabra«transterrado» pues no lo definía; pero tampoco era un «exiliado»: llegó a México con doce o trece años y su exilio más bien era un «estar fuera de sí mismo» por estar «en sí mismo», lo que es hablar de una «escucha poética» muy viva. Ni «refugacho» ni «refuagriado» como José de la Colina –un niño de Morelia compañero suyo de aventuras literarias– se refería a quienes cumplían con el ritual de la paella y la fabada del fin de semana y al brindis: «¡El año que viene en Madrid!» de todas las Nocheviejas. Mediados los años 80 ya vivía aquí y se revolvía contra el consumismo y el letal conformismo nacional.
Fue –es– un poeta raro cuya rareza apuntaba a su visión de la modernidad y de la tradición. La «modernidad» de Segovia no tiene nada que ver con la ideología ni con las vanguardiassino con la experiencia –hoy– del amor y del mundo: la sensualidad y la naturaleza. ¡Cuántos versos luminosamente obscenos dedicó a la mujer, a las estaciones, a la playa y al bosque, a la lluvia suave y a la tormenta! ¡Y qué pocos a la ciudad y sus inventos, el mito moderno por excelencia! Hombre de izquierdas, nunca cayó en la poesía realista y social que contaminaba a sus coetáneos. Tampoco le sedujeron las vanguardias: ni el surrealismo, ni los abstraccionismos, ni el nouvelle roman ni la nouvelle vague, ni el estructuralismo… pues era alérgico a toda escolástica. Tampoco le sedujo cierta mística erótica del mal –Bataille, Klossowski– que tenía adeptos como Juan García Ponce o Salvador Elizondo, también compañeros de aventuras literarias, como Carlos Fuentes. Su erotismo era limpio, animal y ajeno a la culpa. Esa «alergia» es la llave que abre su poesía y le comunica con otros poetas modernos de otra forma: sobre todo Ungaretti, pero también Pavese: el oficio de poeta es el oficio de vivir, pero con la rebeldía vital de Rimbaud y la demente lucidez de Nerval. No el Rimbaud del «total desarreglo de los sentidos» y su estéril temporada en el infierno, sino el de las Iluminaciones; y el Nerval de Aurelia, la loca experiencia de los sueños y la mujer: el beso en el que me abismo con ebriedad.
Resulta curioso que un maestro de la preceptiva fuera alérgico a la escolástica. Para Segovia la forma no era horma ni el metro métrica. Enseñó a escribir poesía a los jóvenes poetas mexicanos de los años 80 y 90. Y le adoraban. Nunca escribió para ser recitado sino para ser leído y sin darnos cuenta: inspiración, aspiración. Sin querer queriendo. Para saltarse la preceptiva hay que dominarla. Su retórica era anti–retórica. Sabía como quien no quiere la cosa y, quizá, toda ciencia trascendiendo: una poética profética. Sintió la hermosa tragedia de estar vivo desde la anagnórisis: el reconocimiento de un destino –la muerte– al que jamás se sometió. Ni siquiera ahora. Como un héroe.

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