JUAN “EL MANCEBO”
1
Cuando
lo conocí, poco podía imaginar que se fuese a convertir en una
persona decisiva en los años de mi adolescencia. Lo que, vale decir,
de toda mi vida, pues cuanto más viejo me hago más me convenzo de
que su amistad llegó a conformar estratos de mi personalidad que
hoy considero como propios de la forma que tengo de instalarme en el
mundo. Soy consciente de que mucha gente podría argumentar de la
misma manera en relación a los rasgos de su forma de ser que han
sido condicionados por relaciones más o menos profundas con otras
personas, pero si yo me decido a rastrear la fisonomía de esta
amistad es porque, llegado a una encrucijada de la vida, me siento
legitimado para indagar en la genealogía de mis afectos y en la
conformación de mis aversiones. Demasiado pretencioso, podría
argumentarse, pero sucede que se trata de una pulsión de la que no
soy capaz de evadirme.
Su
gracia era Juan. Juan Salvatierra, alias “El Mancebo”, como con
chunga le apodaban algunos por la profesión de su padre. Y había
nacido en el Istmo a medidos de los 40, en un momento en que la
ciudad intentaba sobrevivir a los efectos devastadores de una Guerra
que se había cebado con ella de forma particularmente cruel. Y no se
trataba tanto de que la ciudad hubiese cambiado sus hábitos de vida
–el pequeño comercio, el trapicheo y el contrabando, habían
recobrado su antiguo esplendor- como de los efectos que la represión
despiadada dejaban sentir sobre su tono vital y el espíritu de sus
habitantes: el miedo se palpaba, el pánico a las delaciones estaba
muy presente y los rumores sobre el destino final de los que habían
desaparecido como por ensalmo, alimentaba los cuchicheos de una
población atrapada entre el hambre y la inseguridad personal. Y
aunque al principio de nuestra amistad todo esto me era desconocido,
más adelante lograría averiguar que Salvatierra llegó a conocer de
forma muy directa la atmósfera sombría de aquellos años.
Pues era el caso que la guerra había sorprendido a sus padres en el
Istmo, y que la llegada de las tropas franquistas les había
encontrado en situación muy comprometida. Dirigente local de
Izquierda Republicana e integrante de una logia masónica creada al
amparo de la influencia británica, don Gonzalo Salvatierra se
perfilaba como candidato idóneo a terminar ante las tapias del
cementerio. Para no dejarse cazar, huyó in extremis de la ciudad y
tras sortear las peripecias más insólitas en un hombre de condición
apacible y pacífica, logró unirse al Ejercito del Sur, en el que
terminó la Guerra, tras la rendición del coronel Don Gaspar
Morales. Tras el fin de la contienda, fue encerrado en el campo de
concentración de Albatera, donde fue torturado y sometido a un
fusilamiento simulado que le dejó roto y maltrecho de por vida.
Cuando más adelante tuve la oportunidad de hablar con su hijo de
estos hechos, Juan no terminaba de explicarse cómo su padre salió
con vida de aquel infierno.
Pero
salió, y aún tuvo tiempo de rehacer su vida junto a una mujer que
le dio dos hijos. Yo lo llegué a vislumbrar a mediados de los 50,
debido a la proximidad de nuestros domicilios, aún sin haber
conocido a Juan. Y siempre lo recuerdo con el mismo continente:
montado en bicicleta, pedaleando con parsimonia y con aire serio y
ensimismado. Así se dirigía a su trabajo en la Colonia, donde se
desempeñaba como mancebo de botica, profesión que había logrado
mantener sólo por el origen británico de sus propietarios. Allí se
hizo respetar por su inteligencia y seriedad en la conducción del
negocio, lo que, con el paso del tiempo, se plasmó en un buen pasar
que por aquellos años se encontraba muy por encima de las
posibilidades de los asalariados del otro lado de la verja. Eso tuvo
consecuencias que me afectaron porque, como persona culta e inquieta
que era, se llegó a dotar de una biblioteca por la que pronto yo
mismo deambularía con verdadero arrobo.
2
A
Juan Salvatierra lo conocí en el colegio de curas, en un
confinamiento cuartelero que se prestaba bastante a las confidencias
entre los que nos veíamos obligados a compartirlo, acaso por la
situación de desvalimiento en la que nos encontrábamos la mayoría
de los que formábamos tan doliente rebaño. Un desvalimiento al que
él parecía escapar dando muestras de una elegancia natural que
afloraba en sus maneras refinadas, pausadas y, sobre todo, en la
fluidez de sus argumentaciones. Era algo que fascinaba no sólo a sus
compañeros de clase, sino -lo que nos parecía el colmo- a los
mismos clérigos que regían el centro con mano de hierro y escaso
respeto por la individualidad de los alumnos. Más aún, cuando
intentaba ser venenoso, podía serlo en grado sumo, haciendo gala de
un anticlericalismo que, sin saber cómo ni cuándo, parecía haber
adquirido en la mejor tradición de los comecuras de antaño. Los
religiosos intuían que no era trigo limpio, pero su exquisita
educación, su aparente acatamiento de las normas y su brillantez en
todas las materias, lo hacían prácticamente invulnerable. Una
mañana del otoño del 58, alineados ante el aula con brazo en alto,
cantado el Cara al Sol y proferidos los gritos de rigor, el padre
consejero nos espetó con voz meliflua:
- Niños, una desgracia irreparable acaba de sobrevenir a nuestra Madre la Iglesia. Su Santidad Pío XII acaba de dejarnos y ya duerme el sueño de los justos. No nos queda más que esperar con alegría la elección del nuevo Pontífice. Rezad para que el Espíritu Santo ilumine a los cardenales.
Se hizo el silencio más
absoluto, y aunque algunos intuíamos que el paso a mejor vida de tan
egregio personaje nos depararía alguna vacación, nadie osó
levantar la voz ni hacer el más mínimo comentario. Nadie, excepto
Salvatierra, que se me acercó y casi en un susurro me dijo
- Ya iba siendo hora de que el papa de Hitler se fuera al seno de Abraham –
Tras lo cual, imperturbable, volvió a ocupar su sitio en la fila
como si su comentario fuese de lo más inocuo. Yo, que no andaba muy
ducho en la Historia más reciente, me hice el distraído, pero al
cabo no tuve más remedio que preguntarle
- ¿Un Papa amigo de los nazis?
- -Bueno, no sé, pero parece que no protestó mucho cuando organizaron la escabechina de judíos
- ¿Estás seguro, Salvatierra?- dije con incredulidad
- Y tan seguro. Lo acabo de oír esta mañana en la BBC- Se refería al servicio que la cadena ofrecía a las dos de la tarde desde la Colonia- Créeme y no seas palurdo- Y como notase que persistía en mi incredulidad, añadió:
- ¿Y si te digo que el Vaticano proporcionó pasaportes a criminales de guerra nazis con destino a América del Sur?
- La verdad, me cuesta creerlo – dije, por decir algo.
Y la
verdad es que me costaba creerlo. Pero, como en otras ocasiones pude
comprobar, Salvatierra no hablaba a humo de pajas, de modo que con el
tiempo pude darme cuenta de que su documentación era bastante
fidedigna. Este tipo de revelaciones insidiosas, malvadamente
difundidas por el atravesado personaje, fueron minando poco a poco la
escasa confianza que aún teníamos en los de las sotanas, muy
debilitada últimamente ante el trato discriminatorio que nos
dispensaban a los alumnos que, perteneciendo a las clases más
modestas, carecíamos de la brillantez intelectual y la osadía del
personaje. Porque el caso era que también en este asunto Salvatierra
solía hurgar en nuestra herida con bastante dedicación.
- Anda que el cura no es cabrón –y se refería con media sonrisa al Padre Consejero y a su inveterada costumbre de dispensar bofetadas a diestro y siniestro.
- Pero eso no es nuevo, Salvatierra –sospechando que guardaba alguna maldad en la recámara
- Pues te diré, querido amigo, pero el caso es que las hostias que pega no son equitativas. A unos os atiza con más saña que a otros, y hay algunos a los que ni toca. Y como estos últimos se cuentan entre los más tontos, alguna conclusión tendrás que sacar –concluía, adoptando unos aires de misterio que me resultaban algo cómicos.
- Que los más tontos y brutos son de buenas familias –concluía yo no sin cierta satisfacción.
- ¡Bingo! –exclamaba jubiloso ante la eficacia de su método socrático.
3
Había
un mundo, si embargo, en el que nuestra complicidad permanecería
inalterable a los largo de los años, de modo que siempre tenía
oportunidad de manifestarse por mucho tiempo que estuviésemos sin
vernos. Ese campo era el de la literatura o, si el término os parece
demasiado solemne, el de la lectura. Para ambos leer no era sólo una
forma de evasión -que también-, sino una manera de vincularnos a la
historia de nuestro país a través del poder de la palabra escrita,
de modo que los que escribían se nos presentaban como una suerte de
historiadores con un poder de fascinación del que carecían los
profesionales de la materia. Naturalmente, esto lo supe luego, pero
yo no excluyo que desde sus 17 años él ya fuese consciente de esta
modesta forma de patriotismo que tan poco tenía que ver con la que
por aquella época se estilaba, trufada de grandilocuencia y
ramplonería.
Pero, aunque han pasado muchos años, aún sigo reconociendo sus
consejos sobre la materia como de los más valiosos que he recibido a
lo largo de mi vida. Los del cura docente –el director del centro-
me parecían perfectamente prescindibles, anclado como estaba en buen
hombre, todavía, en las sutilezas matrimoniales de Fernán
Caballero o en las gracietas chocarreras de los Álvarez Quintero.
Estaba claro que por ahí era inútil seguir buscando. Y, como así
se lo comentase un buen día a Salvatierra, sin poder contenerse, me
hizo una recomendación que parecía estar maquinando desde hacía
tiempo.
- Cuando quieres ver una buena película, ¿sigues el consejo de los curas? –dijo de forma retórica
- ¿Me tomas por idiota? –respondí, con un punto de indignación
- Bueno, pues aquí sucede algo por el estilo, sólo que para encontrar algo medianamente bueno no es necesario ir a la parroquia a ver la calificación moral con que nuestros salvadores de almas condenan el buen cine.
- Explícate –le urgí
- Es muy simple –me dijo con cierta suficiencia- ¿Has visto el libro que tiene el director sobre la mesa de su despacho?
- ¿Uno titulado “Lecturas buenas y malas”?- respondí con cierto tonillo triunfal
- Ese. Pídeselo y dile que te lo preste con el pretexto de que deseas leer algo que aproveche a la salud de tu alma- sonrió con malevolencia- y, una vez lo tengas en tu poder, empápate de lo que su autor considere lo más depravado en literatura –y añadió concluyente- El resto viene por si solo: con dos o tres vistazos te harás una buena relación de autores y obras que merecen la pena ser leídos.
Por
todo lo que acabo de referir, se podría pensar que se trataba de un
tipo pagado de sí mismo, de una persona que no dudaba, que siempre
tenía respuesta para cualquier problema que se planteara. Pero no
era el caso. En primer lugar porque era extremadamente retraído, con
una timidez casi enfermiza que se hacía patológica cuando alguna
chica andaba de por medio. Y luego, porque siempre tenía la
precaución de evitar un tema que no dominara o que, en su discusión,
pudiera llevarle por derroteros que él no controlara del todo.
Algo parecía indudable:
era en su casa, rodeado de sus libros, sus discos y sus bibelots
donde conseguía mayor aplomo y donde se mostraba poseedor de sus
mayores recursos expresivos, acaso porque en mí encontraba un
público entregado que obtenía su mayor recompensa en mi dulce
deambular por las estanterías de su biblioteca. Él lo sabía y,
aunque cuando me veía entrar por la puerta de su casa adoptaba unos
aires de fingida indiferencia, me constaba que, preso de una
agitación que se forzaba por disimular sin conseguirlo, se preparaba
para comentarme las joyas bibliográficas que con el tiempo y la
ayuda de Don Gonzalo Salvatierra había logrado reunir. Y yo, que era
consciente de la seriedad con que se tomaba el ritual, procuraba
ayudarle en el escrutinio de su biblioteca.
- ¡Espléndida edición de los Episodios Nacionales, Juan! –comentaba yo sobando el lomo decorado de una edición de Don Benito encuadernada en piel.
- Eso son minucias, compadre. Y, además, muy reciente –decía quitando importancia a una obra que a mi me parecía un lujo asiático.
- En cambio, fíjate en esta edición del Quijote con ilustraciones de Doré. Droga dura, tío, 350 grabados, año 1900. Última incursión de mí querido padre en el rastro madrileño.
Y en esta revista inocente, pasábamos las tardes de otoño de
nuestra adolescencia, en un itinerario sentimental que podía empezar
con Don Quijote pero que casi siempre acababa con Françoise Hardy.
Por supuesto, éramos ajenos a lo que la vida pudiera depararnos.
Pero algo teníamos claro: fuese lo que fuese, el libro y la lectura
tendrían una presencia inevitable.
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