Almudena Grandes
Escribir un libro es inventar una isla desierta, modificar con un
punto apenas perceptible el mapa de los sentimientos, de las emociones
humanas, para desear fervientemente un naufragio, la llegada de ese
Robinsón desnudo y desarmado que somos todos los lectores cuando
abrimos por primera vez un libro.
Yo he creado algunas de esas islas, pero he colonizado
muchísimas más. He nadado centenares, quizás miles de veces, hasta el
barco, y he vuelto remando, con madera, con lienzos, con comida, con
armas y municiones para defender mi casa. Y en muchos de esos viajes,
un grano de trigo ha caído en la tierra sin que yo me diera cuenta, y el
sol y la lluvia lo han hecho germinar, y ha crecido una espiga para que
yo pudiera cosecharla, y molerla, y fabricar por fin mi propio pan, un
pan que me ha alimentado mucho más que las tostadas que desayuno
todos los días. Yo he aprendido muchas más cosas en los libros que en
la vida, y he sido feliz, y desgraciada, y me he reído, y he llorado, y me
he asustado, y me he emocionado, y me he enamorado, y me he
desenamorado muchas más veces, porque los libros viven, laten,
palpitan con su propio corazón. La literatura es el telar donde Penélope
teje cada día con los hilos de la vida humana el sudario que desteje cada
noche para empezar otra vez, apenas sale el sol, desde hace miles de
años.
La lectura y la escritura son dos caras de la misma moneda, una
isla desierta y su náufrago. Yo lo sé bien, porque fueron los propios
libros quienes me abocaron a escribir libros, y si antes no hubiera vivido
leyendo, nunca habría podido empezar a escribir. Cuando descubrí la
extraordinaria capacidad de la literatura para multiplicar y enriquecer
mi vida, la prodigiosa generosidad con la que desplegaba ante mis ojos
una infinidad de aventuras, de lugares, de identidades múltiples que sin
embargo eran capaces de superponerse sin conflicto alguno a mi propia
identidad, para coexistir con el tiempo y el espacio de mi vida
verdadera, me enganché a los libros como otros se enganchan al
ejercicio físico, al alcohol, a la velocidad o a la música. Y si alguna vez,
aquel fervor se identificó con la necesidad de autoafirmación de todos
los adolescentes, pronto empezó a confundirse con el puro instinto de
supervivencia de los adultos.
Eso sigue siendo tan cierto que, si en este momento, alguien me
obligara a elegir entre vivir sin leer y vivir sin escribir, estoy segura de
que acabaría renunciando al oficio que he perseguido desde que era una
niña que decía que iba a ser escritora. Porque tal vez sería capaz de
llegar a ser feliz trabajando en otra cosa –una librería literaria, una
papelería bien surtida de rotuladores y lápices de todos los colores, una
ferretería empapelada de cajoncitos con tuercas y tornillos, o una
huerta- pero, para mí, vivir sin leer ya no sería vivir, sino un sucedáneo
insoportable de la vida.
¿Quieren ustedes vivir? Lean.
¿Quieren vivir más años, con más intensidad, más variedad, más
alegría? Lean más.
Déjense llevar por las eternas mareas de una pasión inmortal y
no teman a las olas. Al otro lado de cualquier océano siempre hay una
playa, una isla, un mundo completo que sabrá llamarles por su nombre
y un grano de trigo que les está esperando.
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