En mi mundo infantil no existía la más mínima tradición lectora. Dicho así, suena elegante. Pero lo que intento decir es que en mi casa no había libros. Bueno sí, había uno. Un pequeño diccionario de la editorial Sopena, viejo y astroso, cuya procedencia se me escapa. Un libro que la familia consultaba con interés para ver si la palabra que había provocado la sonrisa de los vecinos de aquel poblachón de Cádiz, al que acabábamos de arribar procedentes de la serranía, era correcta o no. Y recuerdo nuestro regocijo cuando el diccionario recogía el vocablo, o nuestra desazón, cuando tan severo juez de la lengua nos dejaba, literalmente, con el culo al aire. Digo todo esto para que se vea que el lector compulsivo, fauna de la que creo formar parte, puede medrar hasta en los ambientes más adversos.
Sin embargo, la adopción del hábito lector, al menos en mi caso, tuvo más que ver con lo que mediados de los 50 se llamaban tebeos –hoy cómics-, que con los libros propiamente dichos. Ignoro por qué conductos llegaban casa, aunque tengo la sospecha de que uno de mis hermanos tenía algo que ver con el asunto. Lo que sí recuerdo es que nos veíamos obligados a leerlos a espaldas de mi padre, hombre de espíritu puritano y rigorista que nunca llegó a entender las supuestas virtudes de tal tipo de lecturas, de las que, pillándonos con las manos en la masa, llegó a realizar alguna que otra requisa y posterior escabechina. Este feroz escrutinio, más implacable que el de la biblioteca de Don Alonso Quijano, nos producía una enorme pesadumbre, porque el material incautado era más producto del trueque que de la compra, lo que significaba que perdíamos los que habíamos entregado a cambio. Hoy día, acostumbrados a disponer de todo tipo de lecturas infantiles y juveniles adaptadas a los distintos grupos de edad, es muy difícil hacerse a la idea de lo que los tebeos significaron para la gente de mi generación, privada de alternativas más ilustradas en aquellos años “de penitencia”, en los que la compra de libros nos estaba vedada a la gente de condición menos que modesta. De modo que tengo que decir que, para mi, la lectura del primer número del Capitán Trueno fue un experiencia casi inefable, acostumbrado como estaba a las inverosímiles peripecias de Roberto Alcázar y Pedrín, detective mamporrero y fascistón cuyos dibujos me parecían torpes y desmañados. El nuevo héroe era otra cosa: apuesto, valiente, corriendo sus aventuras en los escenarios más exóticos y dotado de una compañía femenina cuya belleza y formas curvilíneas acompañaba los sueños húmedos de nuestra primera adolescencia. Hoy se diría que se había convertido en un icono erótico pero puedo asegurar que nuestros comentarios de entonces no llegaban a este grado de sofisticación. Y no digo más.
Un eslabón intermedio lo constituyó la celebre colección Historias Selección, de Bruguera, en las que se combinaban historieta y texto para que el lector pudiera elegir una u otro según su grado de madurez o, como gustan decir los cursis defensores de la LOGSE, su “competencia lectora”. En ella me recuerdo llorando a moco tendido con la desgraciada historia de Genoveva de Brabante, espejo de esposas decentes, aunque, para mi gusto actual, un tanto estrecha y pavisosa. Los tiempos cambian y con ello el juicio que nos merecen nuestros héroes de antaño.
La tercera fase de mi peripecia libresca vino marcada por el ingreso en el colegio de curas. ¡Quién lo diría, ¿verdad?, habiendo constituido Nuestra Santa Madre Iglesia una institución tan poco dada al fomento de la lectura libre y tan propensa a todo tipo de prohibiciones con el fin de salvaguardar nuestra salud espiritual y, de paso, apuntalar tan milenario tingladillo! Pues, como dijo el castizo, una cosa lleva a la otra, y no es menos verdad que los caminos de Dios son inescrutables y que, a veces, la Divinidad escribe derecho con los renglones torcidos. Pero dejemos la mala literatura para otro momento
En primer lugar tengo que advertir que la orden religiosa que me tocó en suerte (es un decir) –cuyo nombre omito por razones obvias- no formaba parte precisamente de la élite intelectual y cultural de los pastores de Dios. Cosa normal, por otra parte, pues dedicada a la educación, adiestramiento y doma de los hijos de la pequeña burguesía, menestrales y obreros, y con una indigencia formativa verdaderamente aterradora, tenían más fe en las virtualidades del guantazo y tentetieso, que en las posibilidades de la pedagogía moderna, que literalmente les traía al pairo. En fin, lo que quiero decir es que me hicieron disfrutar con lo que en aquella época se llamaba, con gran propiedad, la “escuela cuartel”, muy adaptada al talante castrense del fulano que gobernaba el país con mano de hierro.
Bueno, pues este es el contexto. Poco propicio para ejercitarse en el vicio solitario, dirán ustedes. Y dirán bien. Lo que ocurre es que los caminos para llegar al libro y la lectura discurren a veces por derroteros insospechados. Pongo un ejemplo. Todos los años, hacia el mes de octubre, en los inicios del curso académico, llegaban las nuevas remesas de libros de texto, en cuya operación de desembalaje participaba un servidor activamente, previa autorización de los curas, una tarea que para mí se convertía en un placer muy especial derivado del aroma a letra impresa que exhalaban las hojas de aquellas modestísimas fuentes del saber, y de la dulzura con que el tacto se deslizaba por su superficie. Tanta, que, a veces, aquellos hombres de Dios, tan reñidos siempre con las gratificaciones de los sentidos, me miraban un tanto amoscados sospechando que me entregaba a deliquios de dudosa naturaleza, en lo que llevaban toda la razón. Eso por lo que se refiere al libro como objeto tangible.
Otra cosa era el libro como fuente de placer espiritual. Lo más normal es que la gente se refiera, en los orígenes de su vocación lectora, a la decisiva influencia de algún maestro-profesor que, en su entusiasmo docente, le deslumbró con sus comentarios y le asesoró con sus recomendaciones. Desgraciadamente, no fue mi caso. Y ello pese a que me tocó el director del centro, un cura guaperas y mundano que terminó deportado a ignota parroquia por manosear a las beatas con más entusiasmo que el que yo empleaba en abrir y palpar los libros.
Este buen hombre disponía de una formación bastante limitada y muy pegada al terruño. Quiero decir que entraba en éxtasis al recomendarnos lo más reaccionario y castizo del santoral literario español, con incursiones en lo Álvarez Quintero, Armando Palacio Valdés y Ramiro de Maeztu, por citar algunos. Para él lo más granado de la Generación del 98 estaba compuesto por ateos, agnósticos y gente de mal vivir cuya lectura sólo podría provocar peligrosas dudas en la sólida formación religiosa de la que ellos creían estar dotándonos. Tanto García Lorca como Luis Cernuda, eran gente vitanda cuyo nombre no debía ni mencionarse. Sin embargo, no todo fue negativo, pues gracias a las lecturas de clase pude a descubrir a Fray Luis de León, San Juan de la Cruz y –dadas sus preferencias por el mundo agrario- los poemas del señorito cortijero Fernando Villalón, a sus ojos una especie de barón de horca y cuchillo por el que sentía una admiración sin límites.
Pero hubo otros caminos, ajenos en principio al mundo literario, que lograron despertar mi imaginación y aficionarme al mundo del relato. Me refiero a una asignatura que entonces se impartía en el antiquísimo bachillerato del 53 o del 56, que ahora mismo no me acuerdo, titulada “Historia Sagrada”, una especie de síntesis novelada de la Biblia, cuyas historias de un mundo exótico y lejano turbaban nuestra imaginación de adolescentes. Y allí nos emocionábamos con los sinsabores del casto José, que tenía que hacer frente a los ardorosos embates de la mujer de Putifar manteniendo su castidad intacta (cosa que, obviamente, no acabábamos de creernos), o nos rebelábamos contra las desgracias que el cruel y arbitrario Yavé, enviaba al buenazo de Job, o, en fin, nos invadía un inexplicable desasosiego ante la trágico destino reservado a la bellísima Betsabé, que lucía sus encantos ajena a la mirada rijosa de un Rey David que terminaría por perderla y por perderse. Y en ese plan.
Pero el camino más fértil vino por el lado de las prohibiciones. Y es que nuestra Madre la Iglesia no acaba de enterarse de que la transgresión de la norma proporciona un placer añadido al que es muy difícil resistirse, de modo que basta que nos veten algo para que nuestro deseo de catarlo se incremente. Así que los curas, para cumplir la función orientadora que eran incapaces de realizar por su penosa falta de preparación, disponían de un libraco, de pasta rojas y negras, titulado Lecturas buenas y malas a la luz del dogma y de la moral, de un tal A. Garmendia de Otaola, de la Compañía de Jesús, un ultra que no hubiera desentonado en una partida carlista. Este cruzado de Cristo, poseído de santa indignación, llegaba a calificar al afable y pacífico Don Pío Baroja de “antiespañol, anticatólico y antihumano”, y al bueno de Don Benito Pérez Galdós de execrable volteriano cuyas novelas despedían un tufo sulfúreo que no las hacía recomendables para nuestras delicadas almas. Visto lo visto, ya comprenderán ustedes que mi estado de excitación no conociera límites cuando me dispuse a buscar lo que se me pusiera a tiro de unos autores tan bien avalados por la mojigatería clerical.
Y así fue como vine a dar con Baroja y Las inquietudes de Shanti Andía, obra par mi iniciática, decisiva en mi vida como lector, por más que me conste que el vasco cuenta con muchos y certeros detractores. Sin embargo, hay que tener presente que para los que nos adentrábamos en la primera juventud la evocación nostálgica de un tiempo ido, plagado de aventuras marineras y ataques furibundos a las servidumbres de la vida convencional, venían a constituir un bálsamo para nuestro inconformismo adolescente que nos tenía sumidos en un mar de confusión. En fin, algo así como unos cuidados paliativos que tampoco era cosa de desaprovechar
En cambio, mi encuentro con Galdós fue un poco más azaroso. Se produjo el día en que un amigo, ya desaparecido, me invitó a su casa para que conociera su biblioteca, pequeña pero con obras fundamentales. Y fue allí donde reparé en un libro de lomo y cubiertas rojas encuadernado en piel, cosa que me pareció un lujo asiático, pues hasta ese momento no sabía que los libros pudieran recibir trato tan considerado. Se trataba del primer tomo de los Episodios nacionales, cuyo canto aparecía decorado con un dibujo en color que, creo recordar, aludía a la batalla de Trafalgar. Tras mucho rogarle, conseguí de mi amigo que me lo prestara para ese verano, quedando fascinado por la generosidad, el espíritu aventurero y la bondad del protagonista de la primera serie, Gabriel Araceli. De tal manera que de su lectura se derivaron dos hechos que para mí tienen su importancia: el interés por la Historia y el odio hacia cualquier tipo de tiranía, derivado, supongo, de la condición liberal del personaje. Por cierto, esta primera serie de los Episodios tuve que leerla casi en la clandestinidad, pues mi madre, que velaba porque en septiembre no me suspendieran la reválida de cuarto, controlaba mis lecturas de forma más eficaz que como lo habían hecho los curas. Luego, claro, vendrían otras experiencias, pero la semilla ya estaba sembrada. Desde entonces, mi vida quedó vinculada al libro de forma indisoluble.
Con el tiempo, caes en la tentación de volver a las lecturas que te hicieron feliz en la infancia y adolescencia. Y, por lo general, la experiencia es bastante decepcionante. Recientemente me sucedió con las Memorias de Don Pío Baroja. En su momento las leí de forma casi febril, entusiasmado por los denuestos y cintarazos con que el escritor pontificaba sobre lo divino y lo humano –ciencia, arte, literatura y personajes de su tiempo-, acaso porque mi propia inestabilidad emocional me llevaba a simpatizar con los que ponían el mundo en cuarentena y lanzaban una enmienda a la totalidad. Pero, al volver a ellas, me di cuenta de que Don Pío era de una arbitrariedad asombrosa y que carecía de la más elemental información sobre algunos de los temas que trataba. Por tanto, no parece aconsejable volver la vista atrás. Vale más no remover los rescoldos de la memoria poniendo a prueba nuestros recuerdos más queridos. Desde cualquier punto de vista que lo miremos, ya no somos los mismos y este hecho debería bastarnos para soslayar el reencuentro.
Pero, a fin de cuentas, ¿qué más nos da? ¿No se nos ha dicho hasta la saciedad que leemos para no sentirnos solos? Pues, siendo esto así, como a mi me lo parece, ¿quién habrá de impedirme deambular con Shanti Andía por las playas de Lúzaro, brujulear con Gabriel Araceli por el encanallado barrio de La Viña o perderme por las callejas del Madrid de la Restauración en compañía de Don Plácido Estupiñá? Si bien se mira no es mala tropa, al menos en tanto los hados no se sirvan cerrarnos los párpados
JOSÉ RAYA TÉLLEZ
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